HISTORIA DEL CIRCO ROMANO
(Reflexiones acerca de un pasado que no debe volver)
Por Alonso Rosado Sánchez
Con gran Orgullo presentamos a ustedes este extenso y muy valioso artículo tal como fue redactado hace más de 20 Años por Alonso Rosado Sánchez en Revista Katana. Sus reflexiones siguen tan vigentes, o más, que cuando fue publicado. Es un claro ejemplo del estilo para escribir del Maestro Alonso Rosado (padre) y de su profundo humanismo y erudición. Hoy en día desgraciadamente leemos cada vez menos pero les garantizamos que este texto es sumamente valioso… Alonso Rosado Franco / 3 de Agosto 2019
Todo comenzó en el año 264 antes de Cristo cuando, en la ciudad de Roma, durante los funerales de Bruto Pera, perteneciente a una encumbrada familia, sus hijos, Marco y Décimo Bruto, para “honrar” las cenizas de aquél, forzaron a tres parejas de esclavos armados con espadas, a pelear entre sí, a muerte, en la plaza del mercado donde se vendían toros, vacas y cabras y les llamaron “gladiadores” (del latín gladius, que significa “espada”). La idea la tomaron de los etruscos, vecinos de los romanos, quienes solían obligar a hombres armados a luchar sobre las tumbas de sus muertos ilustres para homenajearlos.
El espectáculo, atroz como fue, gustó sin embargo a quienes lo presenciaron y poco a poco empezaron a verse otros de la misma naturaleza, ya no en funerales sino como parte del entretenimiento que algunos de los más acaudalados romanos ofrecían en sus fiestas privadas para diversión de los asistentes. Aquellos empezaron a volverse populares y sus nombres a repetirse como sinónimos de esplendidez y magnificencia. El hecho no pasó desapercibido para los políticos, quienes calcularon enseguida las posibilidades que allí había para ganar prestigio, fama y apoyo que les abriera camino para obtener o conservar cargos públicos y promovieron, en el año 105 antes de Cristo, la promulgación de una ley que establecía que, en adelante, el Estado sería el único autorizado para organizar tales espectáculos o para conceder licencia a otros que solicitaran hacerlo en su nombre.
Al principio las funciones tenían lugar en el mercado que, con su forma rectangular constituía un sitio muy a propósito para que se libraran los combates, así como para los espectadores que se acomodaban en derredor. Luego, a medida que esos “juegos gladiatorios”, como dio en llamárseles, fueron atrayendo más y más público, se construyeron gradas de madera. Pronto el sitio resultó insuficiente y por ello, en el año 29 después de Cristo, Estatilio Tauro erigió el primer edificio de piedra diseñado ex profeso. Era circular, con asientos en todo su perímetro dispuestos en niveles sucesivos para que todos pudieran observar cómodamente lo que ocurría en el centro, o arena nombre debido, precisamente, a la arena que allá se regaba abundantemente para absorber la sangre de los contendientes y que, de otra manera, hubiera empapado el suelo tornándolo resbaladizo. A esa obra se llamó “anfiteatro” (del griego amphi: alrededor, y théatron: teatro), nombre que se le dio desde entonces a todos los edificios similares. La innovación constituyó un éxito, entre otras cosas, porque los “aficionados” ya no tenían que ponerse de puntillas o encaramarse en las ventanas de los edificios contiguos para ver cómo los gladiadores se degollaban mutuamente.
El incendio. En el año 64 de nuestra era, y según historiadores de la época, Nerón, el desquiciado emperador que reinó entre los años 54 a 68, creyéndose un artista y con el secreto propósito de destruír Roma y reconstruirla después para así probar sus dotes arquitectónicas, mandó incendiar la ciudad y por la noche, mientras ésta ardía él, desde el balcón de su palacio situado en las afueras de la urbe, viendo cómo se alzaban las enormes lenguas de fuego que enrojecían el cielo, tomó su lira de siete cuerdas y acompañándose con sus lánguidos sonidos, como también se juzgaba poeta además de semidios, se puso a componer versos dedicados a la tragedia que él mismo había provocado. Luego, asustado ante la furiosa reacción del pueblo, echó la culpa de lo ocurrido a los cristianos, que fueron desde entonces cazados como fieras y encerrados en mazmorras, aguardando el cruel destino al que me referiré más adelante. Este dato viene al caso porque durante la conflagración el anfiteatro quedó reducido a cenizas; mas Nerón, “siempre magnánimo”, ordenó construir otro, de madera, en el mismo sitio.
El Coliseo. Por esta época los emperadores romanos acentuaron aún más su tendencia a buscar apoyo y prestigio entre la plebe ofreciéndole fastuosos espectáculos. Con ello no sólo la adulaban, sino que lograban apartar su atención de los grandes problemas existentes, como la miseria que, como un lobo, mordía a gran parte del pueblo y el hecho de que la riqueza estaba concentrada en las manos de unas cuantas familias privilegiadas. Valía la pena, entonces, invertir grandes sumas de dinero provenientes del erario público, en construcciones destinadas a ese fin. Así, el emperador Vespasiano, quien gobernó entre los años 69 a 79, dispuso la edificación de un enorme anfiteatro apto para toda clase de espectáculos que pudiera concebir la mente humana. Fue su hijo, el también emperador Tito (gobernó de 79 a 81) quien en el año 80 lo inauguró. Medía 188 metros de largo por 155 de ancho y daba cabida a 87,000 espectadores. Se le dio el nombre de Anfiteatro Flaviano en honor de los Flavios, miembros de una ilustre familia romana a la que pertenecían Vespasiano, Tito, por supuesto, y otro hijo de Vespasiano, Domiciano, quien reinó de 81 a 96 y murió asesinado en una conspiración encabezada por su esposa y los oficiales del palacio. Ese anfiteatro fue mejor conocido, hasta hoy, como El Coliseo (del latín Colosseus, y éste del griego kolosiaos: colosal). Arquitectónicamente, era majestuoso. Con sus cuatro pisos sumando casi 50 metros de altura, presentaba 80 hermosos arcos en cada nivel, flanqueados por columnas impresionantes. En cada arco de los pisos superiores había una estatua bellamente esculpida, de un dios o de un héroe. Los corredores en el interior de la construcción y sus escaleras de piedra inteligentemente dispuestas, daban rápido acceso a los espectadores, quienes tomaban asiento en gradas de madera. En el Podium, o plataforma que bordeaba la arena, había asientos de mármol destinados a los espectadores distinguidos y lujosos palcos para el emperador y los magistrados de la ciudad. En el cuarto piso estaban los pilares destinados a soportar los grandes toldos de lona que se tendían para proteger al público de los quemantes rayos del sol del mediterráneo. Abajo, la arena estaba soportada por una estructura de madera bajo la cual existían corredores por los que transitaban los gladiadores antes de su aparición ante el público y elevadores para subir a las bestias salvajes. Además, mediante un extraordinario e ingenioso mecanismo hidráulico, la arena podía inundarse rápidamente con toneladas de agua para crear un enorme lago cuanto se trataba de representar batallas navales.
…Lástima que tan magnífica estructura, admirable desde el punto de vista de la ingeniería y la arquitectura, sirviera para presentar, ante un público cada vez más envilecido, los siniestros espectáculos que se mencionan enseguida y que hacían surgir en aquél las peores manifestaciones que pueden exhibir los seres humanos.
Los juegos circenses (ludi circenses). Entre ellos se contaban las carreras de carros de combate, por los que sentían una gran pasión los romanos. Dichos carros estaban construidos de manera que fueran lo más ligeros y livianos posibles para que durante la justa alcanzaran la máxima velocidad, con sus dos ruedas girando sobre ejes bien engrasados. Tiraban de él dos, cuatro, cinco o más caballos, el mejor de los cuales era llamado funalis. El mejor grupo de caballos era el que sabía unir sus fuerzas para cooperar con el funalis, utilizado para dirigir a los otros equinos y conducirlos al triunfo. El cochero era llamado Auriga. La mayor parte de estos conductores eran esclavos, aunque también los había profesionales que solían ganar enormes sumas de dinero por su trabajo. Los aurigas eran hombres de fuerza y habilidad excepcionales. De pie en las pequeñas plataformas de sus carros, empuñaban las riendas de cuero y con pequeños y sutiles movimientos hacían ir a sus caballos en la dirección deseada. Aunque llevaban consigo un látigo para azuzarlos, los mejores aurigas fueron siempre los que no utilizaban ese recurso. En el circo, los espectadores se agrupaban en cuatro diferentes partidos (facciones): el rojo o russata, el verde o prasina, el blanco o albata y el azul o veneta. Grandes sumas de dinero se apostaban y durante el espectáculo las pasiones se encendían, dando lugar en ocasiones a furiosos y sangrientos enfrentamientos entre los partidarios de las distintas facciones. El emperador Calígula, quien gobernó al imperio entre los años 37 a 41, era un fanático de la facción verde. Pasaba horas en los establos, entre los aurigas y los caballos y hasta gustaba de comer allá. Hay que decir, de paso, que fue uno de los tiranos más crueles de la historia. Mostrando signos de anomalías mentales y psicológicas, insistió en nombrar cónsul a su caballo, para el que construyó un palacio de mármol. Exigió que se le adorase como a una divinidad e hizo retirar de las bibliotecas las obras de Homero y del historiador Tito Livio. Finalmente murió asesinado por sus propios guardias, los pretorianos.
Retomando nuestra historia, los aurigas se colocaban en la cabeza un delgado casco de cuero y vestían una túnica, ceñida por un cinturón, del color del partido al que representaban. Los carros se lanzaban a toda velocidad a lo largo de una delgada pared, la Spina (espina), que dividía la arena. Una carrera consistía, generalmente de siete vueltas que totalizaban 4,000 metros. Cada vez que los carros llegaban al final de la espina, los aurigas tenían que hacer uso de toda su experiencia para efectuar espeluznantes giros de 180 grados. En cada extremo de la espina había un obelisco llamado meta. Los aurigas pasaban tan cerca que las ruedas de sus vehículos lo rozaban. A veces, sin embargo, chocaban con él violentamente y el carro se volcaba, o saltaba hecho pedazos, con el auriga volando por los aires. Algunos de los carros que venían detrás no lograban desviarse a tiempo y se estrellaban con el que estaba volcado formando una pila de escombros que ocasionaba más choques. No era raro que uno o varios aurigas quedaran tirados en la arena y los otros caballos y carros, en su vertiginosa carrera, les pasaran encima destrozándolos y convirtiendo sus cuerpos en masas informes de carne sanguinolenta mientras, allá en las gradas, la multitud rugía, gritaba y aplaudía delirante.
Algunos aurigas fueron notables, como Gayo Apuleyo Diocles, quien murió a la edad de 42 años, después de haber triunfado 1,462 veces y de haber llegado en segundo lugar en 1,437 ocasiones en el curso de las 4,257 carreras en que participó.
Durante el reinado de Augusto, quien gobernó desde el año 27 antes de cristo hasta el 14 de nuestra era, había catorce de estas carreras en cada día feriado y durante la época de Calígula, veinticuatro.
A propósito de días feriados: en la Roma de aquellos tiempos había más de ellos que los dedicados al trabajo (excepto para los esclavos, quienes laboraban siempre). Durante el reinado del emperador Claudio, por ejemplo, de 41 a 54 de nuestra era, 199 días de cada año eran feriados y en 90 de ellos se ofrecían al pueblo espectáculos a costa del erario. ( Por cierto que Claudio fue al principio un buen administrador, pero pronto se dejó gobernar por Agripina, su esposa, quien lo envenenó para colocar a su hijo Nerón en el trono. Antes de ella había estado casado con Mesalina, famosa por su vida disoluta). A mediados del siglo V había 200 días festivos, en 175 de los cuales se brindaban al pueblo espectáculos como los ya mencionados y otros de los que a continuación se habla.
Los festivales de teatro (ludi scaenici). En los días feriados había también representaciones teatrales, pero tenían escasa demanda y poco éxito debido, primero, a que se les dedicaban pocas mañanas o tardes; segundo, porque se llevaban a cabo sólo como acontecimientos secundarios, acompañando a los circenses y, tercero, porque no podían competir con éstos en el favor del público. Por ejemplo, se sabe que en el año 160 antes de Cristo, se puso en escena la obra titulada La Suegra, del poeta cómico Terencio (190-159 aJC). Fue como parte de las honras fúnebres dispensadas a un distinguido Romano, Lucio Emilio Paulo (229-160 aJC), quien fuera pretor en España, cónsul y uno de los jefes del partido aristocrático de Roma. Las cosas iban marchando bien durante el primer acto, cuando alguien gritó: “¡Los gladiadores ya van a entrar en la arena!”, y todos los espectadores, como un solo hombre, se levantaron y, precipitándose a la puerta de salida, dejaron a los actores hablando solos y vacío al teatro
Los “juegos” gladiatorios (ludi circenses). El centro de atención durante las festividades lo constituían los gladiadores enfrentándose a muerte. Estos eran reclutados entre los prisioneros de guerra, los esclavos o los condenados a muerte. En torno a ellos se creó una infame industria. Allá estaba, por ejemplo, el lanista, encargado de comprar y entrenar a los gladiadores. Era generalmente un gladiador retirado que se había vuelto un astuto negociante. Visitando las cárceles, los sitios de trabajos forzados o los mercados donde se subastaban esclavos, escogía a los de mejor musculatura y a los que, capturados en la guerra, habían mostrado mayor fiereza durante el combate. Antes de pagar su precio, como si se tratara de caballos, les palpaba la espalda, estómago, brazos y piernas para comprobar su reciedumbre y los obligaba a abrir la boca con objeto de ver si tenían la dentadura completa, pues ello era señal de huesos sanos. Después los conducía a una de las escuelas de gladiadores que funcionaban en la ciudad o sus alrededores. Allá, bajo las órdenes del lanista, trabajaba un considerable número de empleados: maestros de esgrima, armeros, masajistas, cocineros, doctores y, desde luego, enterradores. Durante el entrenamiento, que era durísimo, aprendían cuáles eran los sitios del cuerpo en los que un corte podía ocasionar una hemorragia fatal o donde una punzadura daba por resultado la muerte instantánea. Se les enseñaba el manejo de las armas gladiatorias: espada, alfanje oriental, el escudo grande redondo y el otro, más pequeño, que cubría únicamente el puño y parte del antebrazo, el tridente y la red de pescador, los diferentes tipos de dagas… Les estaba prohibido, sin embargo, usar las armas de los legionarios: la temible lanza, el escudo rectangular y la espada corta de diseño especial. Un dietista vigilaba en la cocina la preparación de la comida para que no tuviera exceso de grasa y sí alimentos de fuerza, como el pan hecho con trigo entero y los higos. Estaba asimismo el médico, que atendía a los que enfermaban y a los heridos. La disciplina era sumamente estricta. No podían, por ejemplo, hablar sin permiso ni hacer amistad entre ellos, esto último con el objeto de que en la arena no mostraran ni simpatía ni piedad hacia nadie. En sus mentes sólo debía existir una idea: la de matar para sobrevivir o la de perecer. Cualquier infracción al reglamento daba por resultado un castigo brutal, que iba desde los azotes hasta la crucifixión, o el ser atado de piernas y brazos a un tablón y allá ser muerto por los arqueros o lanceros de las legiones, que los usaban como blancos.
La escuela de Pompeya. Al pie del monte Vesubio estaba la hermosa y rica ciudad de Pompeya. Allá tenían sus quintas y casas de reposo los romanos acaudalados; pero el 24 de agosto del año 79 dJC. el volcán hizo erupción y sepultó a la urbe bajo toneladas de ceniza y lava ardiente. Casi mil setecientos años más tarde, en 1748, cuando principiaron las excavaciones para desenterrar la ciudad, entre otras construcciones admirablemente conservadas, se descubrió la famosa escuela de gladiadores que allá funcionaba. Como testigos mudos de la forma en que discurría la “vida” en ese sitio, estaban varios esqueletos de gladiadores que en ese momento se encontraban sufriendo algún castigo disciplinario, todavía encadenados al muro. En el cuarto de los guardias estaba aún una buena cantidad de cepos, grilletes y más cadenas, esperando ser utilizadas.
Solamente había dos formas de salir de la escuela: como cadáver, o peleando numerosas veces y con éxito en la arena, volviéndose favorito del público y tan famoso que el emperador mismo, luego de una resonante victoria, le entregara ante la multitud el rudis, o espada de madera ornamentada significando que a partir de ese momento el Estado le concedía la condición de hombre libre.
Espartaco. Hubo, sin embargo, un caso célebre que constituyó la excepción de la regla. En el año 73 antes de Cristo, un valiente gladiador tracio llamado Espartaco logró escapar, junto con 60 compañeros, de la escuela de gladiadores. A su paso por los poblados de la campiña romana muchísimos esclavos se le unieron. Primero eran docenas, luego centenares y al final, miles de hombres, mujeres y niños que lo seguían con la esperanza de escapar de la tiranía de sus amos romanos. Los insurrectos buscaron refugio en la cima del monte Vesubio y hasta allá llegaron más fugitivos para engrosar sus filas. Dos veces el Senado de Roma envió a sus legiones contra Espartaco y otras tantas éste bajó de la montaña con los suyos para derrotarlos. Los romanos no podían creerlo ¿Cómo era posible que dos ejércitos de la nación más poderosa del mundo en ese momento hubieran sido destruidos por “míseros esclavos”? Cada vez más de éstos escapaban de sus dueños para irse con Espartaco, quien avanzaba con su mar de seguidores tratando de llegar a las fronteras de Italia para de allá irse a otras comarcas donde no pudiera atraparlos la mano de Roma. La situación era muy peligrosa para los tiranos. Ya al borde del colapso comisionaron a Marco Licinio Craso, apodado el Rico, quien había sido dos veces cónsul, para que atajara a Espartaco. Este partió de Roma con un tercer ejército y alcanzó a Espartaco en Sicilia. Allá, en una gran llanura, se colocaron frente a frente los dos ejércitos: el uno, bien equipado, armado y disciplinado; el otro, compuesto por hombres y mujeres que, durante los meses que estuvieron con Espartaco, habían probado el sabor de la libertad y estaban acorazados con la resolución de morir antes que regresar con sus despóticos dueños. Ambos bandos se prepararon: los cuadros de legionarios, con su caballería y arqueros esperaban la orden de atacar. Las huestes de esclavos, con Espartaco y los más fuertes de sus hombres en la primera línea. Las mujeres, armadas con bielgas de campesino, estacas afiladas y puñales, en la retaguardia. Al final estaban los niños, empuñando palos y aún piedras. Sus madres les habían dicho que era mejor morir como seres humanos libres que vivir como esclavos y que, si perecían, muy pronto se reunirían en un mundo mejor, donde no hubieran hombres que sometieran a la servidumbre ni encadenaran a otros hombres. Cuando el choque se produjo, los de Espartaco arremetieron con el ardor y la desesperación de quienes saben que sólo pueden encontrar la victoria o la muerte y produjeron muchas bajas entre los legionarios; pero Craso había sido muy cuidadoso al preparar su plan de ataque y no cometió los mismos errores de los dos comandantes anteriores que, habiendo subestimado a Espartaco, fueron vencidos por él. Cuando los insurgentes, luchando con gran bravura, pensaron que tal vez obtendrían su tercera victoria, la caballería romana cargó y abrió grandes brechas en las filas de aquellos. Luego llegaron los lanceros y, junto con la infantería, dieron comienzo a la carnicería; pero los esclavos (que en ese momento ya no lo eran) no cedían terreno: caían, mas sin retroceder. Las mujeres, con esa determinación que saben mostrar cuando es necesario, se convirtieron en basiliscos y pelearon aún a mordidas. Los mejores hombres de Espartaco perecieron y él mismo, después de haber dado muerte a un buen número de legionarios cuyos cadáveres quedaron esparcidos en su derredor, fue despedazado por una nube de ellos que lo envolvió.
Cuando vieron que todo estaba irremisiblemente perdido para ellos, varios cientos de los vencidos lograron escapar y marcharon al Norte, pero allá les cerró el paso Pompeyo, otro general quien, con sus legiones, a la sazón regresaba a Roma después de su victoria sobre Sertorio en España, y los aniquiló.
Dos años duró la gesta de Espartaco durante los cuales los miles que lo acompañaron respiraron, comieron, durmieron, amaron, hablaron y combatieron como hombres libres y todo ello constituyó para ellos la culminación y la gloria de sus vidas. Aunque cayó al final, el nombre de Espartaco quedó célebre para siempre como ejemplo del valor, entereza, dignidad y honor de aquellos que prefieren morir antes que aceptar una existencia de perro, sujeta a las vejaciones y humillaciones de los tiranos.
¡Ave César! Retornemos a nuestra narración: Cuando los gladiadores habían completado su entrenamiento, en un día determinado de fiesta y con los atavíos que usaban los gladiadores, se les conducía a la arena y, ante una multitud expectante se alineaban bajo el palco de mármol del emperador en turno y, levantando solemnemente el brazo derecho hacia él, repetían, tal y como se les había dicho que lo hicieran: “¡Ave César, Imperator, morituri te salutant!” (que en latín significa: “¡Salve César, emperador, los que van a morir te saludan”) Luego daban principio los mortales duelos!
Novedades. Al principio, lo usual era que los gladiadores se enfrentaran usando espadas, pero después de cierto tiempo, la chusma comenzó a mostrar señales de aburrimiento con bostezos y abucheos debido a que aquello ya estaba “muy visto”. Entonces los lanistas y los funcionarios aduladores del césar aguzaron el ingenio e idearon “novedades”. Apareció el reciario, que peleaba casi desnudo y empuñaba con la diestra un tridente de pescador, mientras en la siniestra llevaba una red para inmovilizar al contrario y luego rematarlo. Por lo general se le colocaba contra un mirmilón o un samnita, quienes iban cubiertos con una pesada armadura que los hacía casi invulnerables, pero de lentos movimientos. Usaban un gran casco que, en el caso del samnita tenía una cimera o cresta como la que llevaban los guerreros de su pueblo, allá en Samnio. El del mirmilón, procedente de la Galia (hoy Francia) mostraba un pez. Así, enfrentando a un combatiente sin armadura y ágil como felino, contra otro bien protegido, pero lento por el peso que llevaban, las oportunidades quedaban niveladas para ambos y la “diversión” asegurada. Cuando el reciario estaba frente al mirmilón, para enfurecerlo e inducirlo a cometer algún error que pudiera aprovechar para quitarle la vida, solía entonar una cancioncita burlona con esta letra: “Non te peto, piscem peto. ¿Quid me fugis, gallio?” (No te quiero a ti, quiero al pez de tu casco. ¿Por qué huyes de mí, galo?). Estaban asimismo los secutores quienes, con su yelmo y sólo un taparrabos, empuñando un cuchillo y un escudo redondo, participaban en luchas colectivas. Había los que, de constitución delgada y ágiles como gatos, sin ninguna pieza de armadura, usaban una daga en cada mano para pelear… Pero la plebe también se cansó de ver aquello. Por lo tanto los editores, que eran quienes concertaban los encuentros, se reunieron con los lanistas para pensar cómo podían “enriquecer” los espectáculos. Se les ocurrió, por ejemplo, presentar gladiadores usando cascos sin viseras ni aberturas para los ojos quienes, dotados de lanzas largas, peleaban totalmente a ciegas. Esto hacía las delicias del populacho. Y, ¿Qué decir de los laquearios? Luchaban totalmente desnudos y usaban sus pies y puños para golpear, llevando llevaban un lazo corredizo con el que procuraban ahorcar a sus contrarios.
Cuando parecía que ya no quedaba nada por inventar, la imaginación de editores y lanistas trabajó nuevamente y dieron en presentar combates, también a muerte, de mujeres contra enanos. Mientras se acuchillaban y atravesaban con lanzas, el público prorrumpía en risotadas, injurias y gritos de aliento para sus favoritos.
Los gladiadores tenían que pelear con bravura porque, apostados cerca de ellos, había siempre individuos armados con hierros al rojo vivo que aplicaban a cualquiera que se mostrara tibio o temeroso, con el consiguiente regocijo de los espectadores. A éstos se les concedía el dudoso privilegio de decidir la suerte de los vencidos. Si consideraban que el caído había luchado bien, agitaban pañuelos de colores y se les perdonaba la vida. Si pensaban lo contrario, adelantaban el puño con el pulgar hacia abajo y el triunfador, que esperaba la decisión con el pie sobre el pecho o el rostro del derrotado, hundía su tridente o su espada en el cuello de la víctima en medio de ensordecedores aplausos y vítores. Ese fallo de la plebe tenía que respetarse aún en contra del que emitía el emperador desde su sitial de mármol. En el fondo, ello constituía una sutil maniobra política que le hacía concebir al pueblo la ilusión de que era él quien gobernaba y de que el César tenía respeto por sus decisiones, cuando la realidad era que éste lo tiranizaba y mantenía en un puño.
Los asistentes se deleitaban con la agonía de los vencidos. Los césares, por supuesto, no eran la excepción. El perverso y sádico emperador Claudio, por ejemplo, rara vez perdonaba a un reciario caído, porque como éste no llevaba casco, podía observar con detalle los gestos de su rostro cuando perdía la vida, cosa que le gustaba muchísimo.
Cada vez que terminaba un duelo singular o colectivo, aparecía en la arena un sujeto vestido de Caronte, quien en la mitología romana era el barquero de los infiernos que pasaba en su barca, por la laguna Estigia, las almas de los muertos. Este guiaba a los esclavos que, atando cuerdas o cadenas a los tobillos de los cadáveres, los arrastraban para sacarlos de la arena, tal como se hace en las modernas plazas de toros con las reses muertas.
Gladiadores “nobles”. La popularidad de los gladiadores sobresalientes era tan grande que hasta los hijos de muchas familias patricias llegaron a inscribirse en las escuelas gladiatorias para aprender el “oficio” porque, aún cuando al hacerlo perdían muchos de sus derechos civiles, alimentaban grandemente su ego con los vítores de la multitud… si sobrevivían. Aún el mismo Nerón bajó en ocasiones a la arena para luchar con feroces leones que previamente habían sido narcotizados y “tratados” para quitarles toda su peligrosidad. Los que estaban enterados veían eso con desprecio, más adoptando una actitud de prudente reserva; pero el público aplaudía a rabiar viendo a su emperador posar con la espada en la mano junto a la bestia que había “matado”. Cosa parecida hizo Cómodo, célebre por su crueldad y su libertinaje, quien fuera emperador entre los años 180 a 192. Hijo del gobernante-filósofo Marco Aurelio, heredó de éste el trono, pero ninguna de sus virtudes. También él se presentó en el circo vestido de gladiador y “peleó” con leones en las mismas condiciones de aquellos con los que se enfrentó Nerón e hizo lo mismo “luchando” contra gladiadores a los que se les habían administrado pócimas y menjurjes para volverlos inofensivos. Hay que añadir que ese tal Cómodo fue víctima de una conspiración y murió en el baño, estrangulado por un atleta.
Pan y circo. Cada nuevo gobernante procuraba sobrepujar al anterior en la magnificencia de los juegos que organizaba. El emperador Tito (gobernó durante los años años 79 al 81 DC) montó un espantoso festejo que duró cien días durante los cuales la muerte se entronizó en el Coliseo. No mucho después, Trajano (emperador del año 98 al 117) celebró una victoria militar haciendo pelear a 5,000 parejas de gladiadores; es decir, 10,000 hombres despedazándose para regocijo de la chusma. En esas ocasiones, la sangre enrojeció por completo la arena, convirtiéndola en una masa viscosa sobre la que resbalaban y caían los contendientes. El hedor de aquella pasta inundó el coliseo; pero también eso lo previeron sus constructores: a intervalos regulares, entre las gradas de los espectadores y excavados en la piedra, habían canales por los que se hizo correr agua perfumada con pétalos de rosa y en enormes pebeteros de cerámica se quemaron grandes cantidades de incienso y mirra. Un pequeño ejército de esclavos entró a paso vivo al enorme recinto, retiró la roja masa, los trozos de vísceras y miembros cercenados y cubrió el suelo con arenas fresca. Luego vino el golpe efectista: más esclavos llegaron con enormes sacos llenos de grandes hogazas redondas de pan y, situándose en puntos estratégicos, comenzaron a lanzarlos a la muchedumbre que, con manos ávidas y vitoreando al césar, las recibía:. Panem et circenses, pan y circo. Esa era la mejor fórmula para atraerse el favor del vulgo ya embrutecido por aquellas orgías de sangre y violencia
Ejecuciones públicas. Como la plebe envilecida seguía pidiendo innovaciones, a los espectáculos descritos se añadieron las ejecuciones públicas. Los sentenciados a muerte eran obligados a ensayar papeles en los que representaban a los protagonistas de las tragedias clásicas griegas o romanas. Luego, ya en el circo, los romanos podían contemplar “en vivo”, cómo Orfeo, el músico más famoso de la antigüedad griega clásica, que adormecía a las fieras con los armoniosos sonidos de su lira, era atrapado y despedazado por los leones. Se representó también en muchas ocasiones el mito griego de Dédalo e Icaro. Dédalo, según aquél, fue el arquitecto que construyó el laberinto de Creta, en el que fue encerrado el Minotauro, que era mitad hombre y mitad toro. Dédalo, encerrado en el laberinto por orden de Minos, rey de la isla, huyó junto con su hijo Icaro utilizando ambos unas alas que se pegaron a la espalda con cera. Icaro, empero, se acercó demasiado al sol, cuyo calor derritió la cera e hizo que cayera al mar. Por lo tanto, en el centro de la arena se erigía un altísimo poste a cuyo pináculo se hacía subir al condenado con unas alas forradas de plumas sujetas a la espalda y se le empujaba con fuerza para que, ante la regocijada multitud, se estrellara contra el suelo.
Había otro drama que solía representarse: el de Muscio Scévola, héroe romano quien, en el intento de matar a un rey enemigo de Roma fue capturado antes de cumplir su propósito. Habiéndole dicho el rey que le quitaría la vida, Muscio, para demostrarle cuánto despreciaba su amenaza, metió el brazo derecho a un brasero que estaba cerca y dejó que se quemara sin mostrar ningún signo de dolor. El rey, espantado, mandó ponerlo enseguida en libertad. En el Coliseo, se forzaba al sentenciado a reproducir el hecho. Si lograba permanecer impasible, se le perdonaba la vida, mas si dejaba escapar un solo grito de agonía, se le ponía una túnica impregnada en brea y se le quemaba vivo mientras la multitud aullaba de emoción.
Fue en ese mismo Coliseo en donde Nerón hizo quemar vivos, atados a postes clavados en la arena, a muchísimos cristianos a los que, como ha quedado dicho, previamente había culpado por el incendio de Roma en el año 64. Otros de ellos encontraron espantosa muerte allá al ser arrojados a leones, osos, tigres y lobos hambrientos que los despedazaron y comieron.
Cacería de fieras (Venationes). Para que no se cansara el pueblo de todo aquello, se introdujo otro espectáculo en el que la atracción principal eran bestias salvajes traídas de todos los confines del imperio. En la arena se creaba rápidamente un bosque artificial con grandes árboles, matorrales, rocas y arroyos. En ese escenario, toros furiosos de España eran enfrentados con rinocerontes de Africa; tigres, leones y panteras, todos hambrientos, se despedazaban entre sí, como lo hacían también los elefantes peleando contra enormes toros. Los animales sobrevivientes eran muertos después en peligrosas cacerías por gladiadores arqueros y lanceros. Esta clase de espectáculos era ofrecida por lo general en las mañanas, como preludio a los encuentros de gladiadores que tenían lugar por la tarde. En la mencionada inauguración del Coliseo, 5,000 fieras salvajes y 4,000 animales domesticados fueron sacrificados así en un solo día.
Las batallas navales (Naumaquias). Otra espectacular atracción la constituían las batallas navales que se llevaban a cabo inundando la arena del Coliseo o trasladando el sitio de la representación a algún lago cercano. La idea parece haber surgido de Julio César (101-44 a JC) quien poseía un enorme lago artificial en el que enfrentó a dos flotas de barcos manejados por 10,000 remeros y 1,000 soldados vestidos adecuadamente para representar a los hombres de Tiro y de Egipto que una vez lucharon en el mar. Varias veces se reprodujo también la batalla de Salamina, célebre por la victoria que Temístocles, al frente de la flota griega, consiguió sobre la escuadra de los persas en 480 aJC.; pero la más grande y celebrada naumaquia fue puesta en escena por el emperador Claudio en el año 52 DC. Once años antes, había mandado construir un túnel de ladrillo a través de una gran montaña para desviar las aguas del lago Fucino y llevarlas hasta el río Liris. Para celebrar la terminación de la obra, efectuada por 30,000 trabajadores, en el lago mencionado hizo que se enfrentaran dos escuadras compuestas por barcos que tenían tres y hasta cuatro niveles de remeros. En las orillas del lago dispuso balsas con hombres armados para impedir que los navíos escaparan y después se dio la señal para iniciar el combate. Los “marinos” eran en realidad criminales sacados de las cárceles que pelearon ferozmente dando lugar a un verdadero baño de sangre. Al final, como Claudio consideró que se habían conducido con bravura, mandó que se les perdonara la vida a todos los sobrevivientes.
Subproductos de los juegos gladiatorios. La manufactura y venta de armas, el negocio de enterrar cadáveres, la compra de esclavos para convertirlos en gladiadores, el entrenamiento de los mismos, la preparación de alimentos y golosinas, como los palominos asados, bañados en miel y ensartados en un palillo, que se vendían a los espectadores para que comieran mientras presenciaban las carnicerías en el circo, eran todos subproductos de los “juegos” gladiatorios e iban de la mano con otro derivado natural de éstos: la prostitución. Sucedía que los asistentes del circo, luego de ver degollar y despedazar en la arena a tantos hombres, con sus pasiones más crudas exacerbadas, encontraban muy adecuado cerrar “con broche de oro” una de esas tardes violentas embriagándose en compañía de las prostitutas y durmiendo con ellas. Por lo tanto, verdaderas bandas de éstas pululaban en los corredores del circo y en las puertas de salida cuando los espectáculos finalizaban, en busca de clientes. Fueron muchos, pues, los gremios de prostitutas que florecieron y prosperaron a la sombra del siniestro Coliseo y de la institución de los juegos gladiatorios en todo el imperio.
El fin de los “juegos”. Aquellas orgías sangrientas, en sus distintas versiones, sólo terminaron con el decreto del emperador Constantino en el año 326 DC y con el del emperador Honorio, en 404, cuando por fin los así llamados “juegos gladiatorios” fueron definitivamente suprimidos.
Lecciones de la historia. La historia, esa maestra incomparable, nos enseña qué es lo que puede suceder en el futuro si se repiten las condiciones del pasado. Observamos cómo aquellos espectáculos bárbaros que dieron principio con tres parejas de gladiadores luchando a muerte, ante la demanda del populacho, fueron creciendo en importancia hasta que se hizo necesario construir circos y anfiteatros especiales para ellos. Reparemos en que los espectadores se fueron insensibilizando cada vez más hasta el punto de que bostezaban y abucheaban si la muerte de los gladiadores no era lo suficientemente violenta y “excitante”. Notemos la forma en que los gobernantes se tornaron cada vez más sádicos y su pueblo más envilecido y cruel, constituyendo todo ello una de las más importantes señales de que el Imperio Romano ya se encontraba en franca descomposición y corrupción. Con la pérdida de la moral en el pueblo, desaparecieron también las virtudes cívicas que hicieron grande y poderosa a Roma en los tiempos de la República: el honor, el patriotismo, el valor y el sentido de la justicia, dando lugar a que las tribus bárbaras que merodeaban en las fronteras cayeran sobre el Imperio y lo desmembraran.
Relación de lo narrado con las artes marciales. Hay una relación de lo que se ha dicho con las artes marciales. Los grandes maestros del Judo, el Karate-do, el Aikido, el Kenpo, el Tang Soo Do, el Lima Lama el Tae Kwon Do, el Kendo, el Han Mu Do, el Kyudo, el Kung Fu y otras artes similares, enfatizaron siempre que sus técnicas eran medios para que los practicantes perfeccionaran su carácter convirtiéndose en fermentos benéficos para la sociedad en que viven, dando siempre ejemplo de honor, de respeto al prójimo, de tolerancia hacia los puntos de vista de los demás, de salud en todos sentidos, de constancia y tenacidad para alcanzar metas dignas…
En algunas de las artes mencionadas existen los torneos y las competencias; en otras no. En el primer caso, ¿quién no se ha emocionado al presenciar un encuentro del durísimo Kempo japonés, o de Tae Kwon Do con sus relampagueantes patadas, o del formidable Judo, del versátil Lima Lama, del impresionante Karate-do o del tradicional Kendo? ¿Cómo pasar por alto la bravura y preparación de los buenos exponentes del Full Contact, del Kick Boxing, del Shoot Wrestling o del Muay Thai? En el segundo caso, ¿Cómo no admirar la ejecución de los buenos practicantes de Aikido o de Jujitsu tradicional cuando ofrecen sus demostraciones, haciendo gala de flexibilidad, reflejos y fluidez?
Jaulas de alambre. En tiempos recientes, sin embargo, ha surgido otra modalidad que algunos confunden con el arte marcial, pero que tal vez no lo sea: en el interior de una gran jaula hecha con malla de alambre, de forma octagonal o circular, se introducen dos peleadores con técnicas de pelea distintas y a una señal del árbitro se lanzan el uno contra el otro tratando cada cual de poner fuera de combate al otro, o de rendirlo, valiéndose de cualquier recurso. Se vale todo, menos picar los ojos. Esto da por resultado encuentros violentísimos: peleadores que, a horcajadas sobre su contrario, le machacan el rostro con los codos hasta que pierde el sentido o hasta que, a punto de hacerlo, logra dar la señal de rendición para que el árbitro detenga el combate. Hay narices rotas, mandíbulas fracturadas, brazos quebrados, ojos que quedan casi inservibles… la sangre embadurna a los contendientes, salpica y mancha de rosetones aquí y allá la lona que cubre el área de combate. Mientras esto ocurre, el público, fuera de la alambrada, aúlla de emoción y celebra con aplausos y vítores lo feroz del espectáculo… igual a como sucedía en el antiguo Coliseo romano. Los encuentros son cada vez más brutales y los vapuleos más inhumanos. Puede observarse que muchos de los espectadores, ya acostumbrados a lo que ven por haber asistido varias veces a espectáculos de la misma clase, adoptan una actitud displicente y de indiferencia mientras allá en la jaula tiene lugar la carnicería… de idéntica manera a como sucedía en aquellos tiempos y en aquellos circos.
No puede negarse, por supuesto, que en ocasiones se presentan allá combatientes de una calidad superior, que dan cátedra de técnica venciendo a oponentes mucho más grandes y fuertes, pero, si se ve esto a través del cristal de la filosofía subyacente en las artes marciales, ¿es necesario que demuestren su excelencia de esa forma? o, ya que la tienen, ¿es preciso exhibirla? Hay en ello un punto de contraste con la actitud del genuino artista marcial, quien sabe que no tiene por qué estar demostrando ante nadie la mucha o poca capacidad y experiencia que pueda tener y que el único enemigo al que debe vencer es a sí mismo, estando representado ese “enemigo” por las bajas manifestaciones que muestra en su carácter el ser humano que no ha evolucionado aún lo suficiente: la envidia, el rencor, la tendencia a la intriga, el afán de manipular a otros, la codicia, el egoísmo. Esos sí que son adversarios a los que un artista marcial debe derrotar y hacer polvo. Por eso digo que, a mi juicio, los encuentros en jaulas de alambre son una forma de pelea, pero no arte marcial.
Podría alegarse que esos peleadores se conducen así porque van en pos de los premios en dinero que se ofrecen en esos encuentros; mas aquí se presenta otra discrepancia con la filosofía de las artes marciales, cuyo objetivo no es el dinero, sino el perfeccionamiento del propio carácter y la obtención de una mente sanas en un cuerpo sano. Claro que hay instructores profesionales que ganan su pan y el sustento para sus familias enseñando artes marciales, pero me parece que esto cae dentro otra dimensión muy distinta. ¿Acaso no es justo que consagrando todo su tiempo, esfuerzo y dedicación a esa actividad obtengan una remuneración que les permita solventar sus gastos y tener la tranquilidad para seguir investigando, aprendiendo y transmitiendo lo aprendido a sus alumnos? Tal vez aquí haya que recordar esa hermosa cita de los evangelios: “El que trabaja, digno es de su salario”.
…O quizás pudiera argumentarse que los combates referidos constituyen una demostración de cómo se pelea “sin reglas” en la calle. Es cierto que ese género de confrontación existe y que puede resultar de utilidad en casos necesarios, mas podría ser útil reflexionar en que no hay por qué hacer de ello un espectáculo. Allá está, por ejemplo, el temible “hand to hand” militar, con sus técnicas mortales, directas y veloces, que se practica en los ejércitos de todo el mundo, pero es para ser usado en la guerra y en las trincheras y, precisamente debido a su peligrosidad, a los altos mandos militares jamás se les ocurre organizar encuentros públicos con ello.
Además, pudiera ser que el razonamiento de que las confrontaciones en la jaula de alambre constituyen una demostración de cómo se pelea sin reglas no sea tan exacto, porque la pauta que deben seguir allá los contendientes de que se vale todo menos picar los ojos, ya constituye en sí una regla, aunque sea única, al revés de lo que sucede en la calle, donde de veras no hay normas, ni siquiera ésa, ni árbitros que vigilen su cumplimiento.
Subproductos de la jaula de alambre. Inspirados en esos combates de la jaula de alambre, han aparecido videojuegos, supuestamente de “artes marciales”, que constituyen una verdadera apología a la violencia sin límites. Uno de ellos, en particular, se caracteriza por sus sangrientos “fatalities” (remates sobre un adversario vencido): Es posible, manejando el cursor de la consola y viendo las acciones en la pantalla de la televisión conectada a ella, desmembrar al adversario, brazo por brazo o pierna por pierna, mutilarlo o despedazarlo, mientras la sangre fluye a borbotones salpicando aquí y allá. También se puede elegir la opción de sacarle al contrario el cráneo por la boca, o la espina dorsal con todo y nervios, o vaciarle las entrañas, o extraerle órganos vitales, como el hígado y el corazón, y arrojarlos al suelo.
Existió otro videojuego, aún más violento y saturado de sangre, que el ya descrito (Thrill Kill). Sin embargo, esas características se hallaban tan señaladas en él que, antes de salir al público, quedó prohibida su venta y comercialización. ¿Cómo habrá sido esa desmesura?
Derivado también de la jaula de alambre es un programa de televisión que presenta las caricaturas (como si fueran muñecos sen tres dimensiones) de celebridades del mundo de la televisión, el cine y la política, enfrentándose a muerte sobre un cuadrilátero- “¡Te voy a sacar los sesos y a comérmelos!”, grita la réplica de la estrella de una popular serie de T.V. a su adversario, estrella también, pero de cine. Acto seguido cumple su amenaza: de un fortísimo golpe le abre el cráneo, arranca sus sesos con todo y ojos y los engulle mientras el público, formado asimismo por muñecos en tres dimensiones, da saltos y grita enardecido aplaudiendo la acción.
Consecuencias sociales. Uno de los grandes problemas relacionados con esto, es que esos videojuegos están al alcance de cualquiera, no sólo de los adultos sino también de los niños. Los psicólogos advierten que unos y otros se acostumbran poco a poco a ver tan brutales escenas hasta que su subconsciente acepta la idea de que eso es algo “muy normal” y “cotidiano”. ¿Qué de extraño tiene entonces que, cada vez con más frecuencia, los periódicos publiquen noticias como la de que algún adolescente desquiciado, usuario de esos juegos, armado con un rifle de alto poder y encaramado sobre la azotea de su escuela tienda una emboscada a sus condiscípulos y los asesine a tiros para luego suicidarse?
Si reflexionamos un poco, es fácil ver que las secuelas dejadas por las peleas en la jaula de alambre se manifiestan mucho más allá de los recintos en los que tienen lugar, filtrándose a través de tales videojuegos y de las pantallas de T.V. a las mentes de incontables personas, con todas sus nocivas consecuencias para el entorno social.
Antes de concluír este párrafo, es de justicia mencionar que también existen videojuegos de otra clase, evidentemente preparados con la ayuda de expertos en artes marciales y de otras personas con sentido ético que no muestran escenas como las descritas y sí en cambio el desarrollo de combates en los que brillan la técnica, la acción y el arte puros, constituyendo un agradable entretenimiento para los conocedores.
Evolución. Muchos de los maestros que crearon las artes marciales del “Do” (palabra japonesa que, como el lector sabe, significa Sendero, refiriéndose al camino de autoperfeccionamiento que los practicantes deben recorrer durante su paso por la vida), lo hicieron refinando los conceptos y las técnicas de combate de sistemas que ya existían, pero que eran demasiado crudos y letales para ofrecerlos al gran público, o que habían degenerado tanto que ya no resultaba saludable su práctica. En los tiempos del Dr. Jigoro Kano, creador del Judo, por ejemplo, se habían puesto de moda allá en Japón, los encuentros entre exponentes de distintos géneros marciales. Los que iban a participar en ellos solían despedirse antes de sus familiares y amigos: “Adiós papá, adiós mamá; no sé si saldré vivo de este encuentro”. En cierta ocasión, Jigoro Kano presenció un brutal encuentro entre un practicante de Ju-jitsu y un luchador de Sumo. Lo que vio le repugnó tanto que confirmó su decisión de engendrar un arte marcial que, sin perder sus cualidades como defensa personal, fomentara en sus practicantes las mejores cualidades que puede mostrar un ser humano, acompañadas de una excelente salud. Célebres son hasta hoy los dos aforismos que acuñó para que fueran puestos en práctica por los judokas de todo el mundo: Seiryoku zenyo, que significa Máximo de eficiencia con el mínimo de esfuerzo” y Jita kyoei, que traducido es “Ayuda mutua y bienestar común para todos. Cosa semejante hizo el maestro Funakoshi Gichin con el Karate, al que concibió como una herramienta para el perfeccionamiento del carácter humano. De allí los lemas que hasta la fecha repiten sus practicantes: En Karate no hay ataque intencionado, sólo hay defensa y, Justicia, cortesía, tolerancia y constancia. Tener respeto a Dios, a los maestros, a los compañeros de entrenamiento y prójimo en general”. Asimismo O-Sensei, Morihei Ueshiba, el gran maestro del Aikido, consideró que los sistemas marciales, como habían sido transmitidos hasta su época, fomentaban la violencia y la destrucción y por ello los transformó y cambió para dar origen al bellísimo Aikido que todos, hombres, mujeres y niños pueden practicar para volverse más saludables, fuertes y seguros de sí mismos y cuya esencia filosófica es el “Espíritu de amor y protección a todos los seres y a todas las cosas”. Esos magníficos instructores hicieron evolucionar los sistemas de combate y los sublimaron para ponerlos al servicio de la superación humana.
¿Involución? Con respecto a los mencionados encuentros que tienen lugar en jaulas de mallas de alambre, posiblemente suceda lo contrario, aguijoneando en los participantes lo peor que pueda haber en ellos, incluídas la violencia exacerbada y el desprecio por la vida y la salud. En los primeros encuentros de ese género que se presentaron en años recientes, los espectadores quedaban estupefactos ante lo atroz del espectáculo; hoy, eso mismo se ve ya como cosa “muy normal”, de la misma manera en que los espectadores en los circos de la antigua Roma llegaron a considerar como “corriente” y “habitual” ver morir a los gladiadores atravesados por el tridente o degollados por el cuchillo.
Quizás sea este un buen momento para meditar en que esos espectáculos modernos de la jaula de alambre en los que se vale todo, menos picar los ojos, no son precisamente artes marciales sino brutales expresiones de violencia que, lejos de constituir una evolución para aquellas, representan lo contrario, una involución; es decir, una modificación retrógrada de lo que los grandes maestros crearon con tanto cuidado para beneficio de la humanidad.
Pudiera ser conveniente no fomentar tales presentaciones, de lo contrario, es posible que no esté lejano el día en que veamos cómo, dentro de la jaula de alambre, alguno de esos modernos gladiadores muere, mientras, como sucedía en la peor etapa de la decadencia de la Roma antigua, la multitud enardecida ruge, vitorea y patea en el piso pidiendo sangre, sangre, sangre y más sangre.
Alonso Rosado Sánchez